Resulta sintomático que la efigie de Guy Fawkes tras la
que se enmascara el justiciero protagonista de V de Vendetta se haya convertido en símbolo de los nuevos
disconformes. En el citado cómic de Alan Moore (y en su adaptación
cinematográfica firmada por los hermanos Wachowski) el triunfo de la voluntad
popular tiene su expresión culminante en la voladura del parlamento británico. Hacer
que salten por los aires las actuales instituciones es, para muchos jóvenes (y
no tan jóvenes) indignados, una opción aceptable una vez se ha asumido que el
orden democrático en el que vivimos es equivalente a la democracia falsificada
que Alan Moore presentó su antiutopía V de Vendetta. Alarmante pero no tanto
como constatar, mediante un análisis siquiera somero, que a día de hoy la
democracia (tal y como está instituida) no complace a casi nadie.
A la derecha
se ha virado hacia la involución y se propone abiertamente desandar el camino
recorrido de 1975 para acá. El zafio
discurso de la España desangrada por reyezuelos autonómicos ha cobrado una fuerza
inusitada y cuenta, incluso, con la complicidad de intelectuales hasta hace
poco caracterizados por su prudencia y buen tino. Se pide el fin del Estado de
las Autonomías, que es tanto como exigir el regreso a la oscuridad
preconstitucional. No sólo eso. La presidenta madrileña, Esperanza Aguirre,
siempre presta a ejercer el gamberrismo político, propone lo mismo que el
Mussolini de 1928: la jibarización del Parlamento. ¡Menos
diputados, menos políticos! es el grito de guerra de un autoritarismo que ya se
insinúa sin ambages y que hace de la crítica a toda la clase política su seña
de identidad.
A la
izquierda, mientras tanto, está la agitación callejera que, directamente,
propone tomar en septiembre el Congreso de los Diputados como si del Palacio de
Invierno se tratase y está la socialdemocracia en una deriva que incluye la
apelación recurrente a una difusa mano tendida, a un entendimiento con el actual
ejecutivo. Gobierno de concentración, sugieren algunos. Lo cual, volvemos a lo
mismo, significaría vaciar de contenido la democracia y enviar al electorado el
demoledor mensaje de que, hasta nueva orden, se suspende toda discrepancia
entre Gobierno y oposición; es decir, se suspende el ejercicio de la
democracia.
Claro que eso
es abiertamente lo que defienden desde los verdes campus anglosajones esa
especie de lobby liberal que es Fedea/Nada es gratis (Garicano y compañía).
Sin ningún tipo de tapujo estos destacados economistas exigen que se entregue
el Gobierno a tecnócratas y se impida que el populacho interfiera en su acción.
Todo ello sostenido en el argumento de que la política económica es una suerte
de matemática que sólo los expertos saben manejar.
Así las
cosas, a izquierda, derecha y centro, la convicción de muchos es que el sistema
está podrido y que la democracia tal y como la hemos entendido hasta hoy no
vale. No resulta exclusivo de España este brote, si eso tranquiliza a alguien,
ahí está ese Frente Nacional francés crecido hasta el horror o el caso de los
griegos que, puestos a entregarse a la devastación, han decidido ornar su
parlamento con un partido de estricto nazismo. Aquí, de momento, las
formaciones políticas tradicionales aguantan, veremos por cuánto tiempo.
Porque se
está produciendo lo que los viejos marxistas (con perdón) solían anunciar: la
crisis económica, al agudizarse, se está convirtiendo en crisis sistémica. A la
búsqueda de culpables de este desastre en el que nos vemos inmersos, la clase
política resulta señalada en primer lugar. Pero detrás van la judicatura, la
monarquía, las fuerzas del orden, la administración publica en general.
Como en los años 30, una vez
más, la democracia ha dejado de importarnos. Si lo que el sistema nos ofrece es
padecimiento, que quiebre el sistema. En un país que se asoma a un
empobrecimiento vertiginoso, ese es el razonamiento que va calando en amplios
sectores de la opinión pública.
Se trata del
precio de la desigualdad. La indiferencia de Alemania y otros países prósperos
ante el sufrimiento de sus socios mediterráneos tiene un coste. La desigualdad
se paga, de un modo u otro. Con sublevaciones, con gobiernos autoritarios, con
una Europa de nuevo agitada por pulsiones totalitarias. ¿Exageraciones? Ojalá. Pero
el fuego se atiza en las tertulias, en las redes sociales y en las
conversaciones de barra de bar y no sería extraño que, de algún modo, prendiera
la pólvora que porta el fantasma de Guy Fawkes.